Cuando éramos niños alumbrabase nuestra casa con luz de aceite de oliva en velón de Lucena. Luego sustituyose por la del quinqué con petróleo, y más tarde por la eléctrica.
Más como el velón es una pieza de arte bien apreciada, no hubo quien lo desbancase como objeto decorativo, perdurando a través del tiempo. En nuestra pobre casa había dos velones: uno pequeñito, fácilmente transportable, que utilizaba nuestra madre en los quehaceres nocturnos, sobre todo cuando nos iba a acostar, y nuestro padre, en la madrugada, cuando se disponía a salir para su trabajo de alfarero en la Cartuja. El otro era mayor, de cuatro piqueras, con vistosas pantallas y tijeras para despabilar las torcidas.
En el centro de la camilla alumbraba nuestras veladas de invierno, cuando el padre, cansado, se dormía leyendo Las obras de misericordia, de Pérez Escrich; la madre remendaba los cuatro trapitos, la abuela ajustaba las cuentas de la misérrima labor, la chacha hacía primoroso crochél y nosotros estudiábamos las conjugaciones, dándonos a todos los demonios.
En los breves descansos la emprendíamos con la despabiladera, así es que todas las noches había que añadir torcidas al velón.
Su luz, oscilante e inquieta, parecía jugar con las sombras de los ennegrecidos techos, y ello también nos proporcionaba algunos instantes de distracción en aquellas largas horas dedicadas a las conjugaciones. El velón era nuestro amigo, más que el libro, que nos aburría y fastidiaba. Por eso nunca lo olvidamos ni lo dejamos de querer.
Por aquel entonces casi todos los días llegaba a nuestro pueblo el velonero de Lucena, cargado con la reluciente mercancía.
Las calles se llenaban de armónicos sonidos a su paso. Llevaba en su mano derecha dos planchas cuadradas de metal, pendientes de un mango que el velonero movía rítmicamente, haciendo sonar aquellas en un sonoro replique, muy alegre y sugestivo.
Cuando éramos niños alumbrabase nuestra casa con luz de aceite de oliva en velón de Lucena. Luego sustituyose por la del quinqué con petróleo, y más tarde por la eléctrica.
Más como el velón es una pieza de arte bien apreciada, no hubo quien lo desbancase como objeto decorativo, perdurando a través del tiempo. En nuestra pobre casa había dos velones: uno pequeñito, fácilmente transportable, que utilizaba nuestra madre en los quehaceres nocturnos, sobre todo cuando nos iba a acostar, y nuestro padre, en la madrugada, cuando se disponía a salir para su trabajo de alfarero en la Cartuja. El otro era mayor, de cuatro piqueras, con vistosas pantallas y tijeras para despabilar las torcidas.
En el centro de la camilla alumbraba nuestras veladas de invierno, cuando el padre, cansado, se dormía leyendo Las obras de misericordia, de Pérez Escrich; la madre remendaba los cuatro trapitos, la abuela ajustaba las cuentas de la misérrima labor, la chacha hacía primoroso crochél y nosotros estudiábamos las conjugaciones, dándonos a todos los demonios.
En los breves descansos la emprendíamos con la despabiladera, así es que todas las noches había que añadir torcidas al velón.
Su luz, oscilante e inquieta, parecía jugar con las sombras de los ennegrecidos techos, y ello también nos proporcionaba algunos instantes de distracción en aquellas largas horas dedicadas a las conjugaciones. El velón era nuestro amigo, más que el libro, que nos aburría y fastidiaba. Por eso nunca lo olvidamos ni lo dejamos de querer.
Por aquel entonces casi todos los días llegaba a nuestro pueblo el velonero de Lucena, cargado con la reluciente mercancía.
Las calles se llenaban de armónicos sonidos a su paso. Llevaba en su mano derecha dos planchas cuadradas de metal, pendientes de un mango que el velonero movía rítmicamente, haciendo sonar aquellas en un sonoro replique, muy alegre y sugestivo.